viernes, 29 de junio de 2012

DONDE VIVEN LOS NIÑOS. Sobre la película “Donde viven los monstruos”


Este artículo -que saldrá próximamente publicado en papel integrando la revista N° 3 del Instituto Superior de Tiempo Libre y Recreación, en donde doy clases en la carrera de Pedagogía Social- parte de la película Donde viven los monstruos, cuyo título original es “Where de wild things are”. Pero la película es una excusa para reflexionar acerca de las producciones dirigidas al público infantil, ya sea literatura, cine, teatro o cualquier otra. Es una invitación a hacer entrar en nuestros análisis y en nuestra práctica la dimensión de lo fantástico, lo monstruoso, lo irreflexivo, lo ambiguo y... lo infantil.
Hecha esta presentación,va el artículo y al final sugiero visitar estos días el portal de Educ.ar donde hay mucha más información sobre el genial Maurice Sendak.


Una de las primeras preguntas que surge al terminar de ver la película de Spike Jonze, que fue lanzada en DVD en Argentina en el año 2010–y que nunca llegó a ser estrenada en las salas de cine por motivos que no cabe analizar en esta oportunidad- es si se trata de una película infantil o si es sobre la niñez pero para adultos.
¿No es acaso muy dramática? Sí, pero ese drama es propio de ciertos momentos claves de la vida de los niños y niñas. Y, además, ese mundo fantástico en el que el protagonista se sumerge es fascinante para los niños y está lleno de los componentes típicos de los relatos que mejor atrapan a los niños y niñas: viajes, aventuras, desafíos, paisajes surrealistas, música dinámica, acción. Sí, sí... ¿pero igual no es muy violenta para los niños? Sí, claro pero... expresa la violencia, a veces contenida y otras explícita, que tienen todos los niños y las niñas. Sí, pero eso parece ser más una reflexión para padres y otros adultos.¿Es una película para niños y niñas o no lo es? Sí, no, quizás... ¿importa? Quizás estas preguntas sí importaron a la hora de buscarle una fecha de estreno en la Argentina y un circuito de exhibición: ¿alguna sala de centro comercial en vacaciones de invierno? ¿Con qué tanques hollywoodenses competirá? ¿Doblada al castellano o subtitulada? La dificultad de calificar una buena película para cualquier edad muchas veces desemboca en la imposibilidad de estrenarla.
Las mismas dudas sobre la pertinencia para niños y niñas produjo, en 1963, el libro en el que está inspirada la película, escrito e ilustrado por Maurice Sendak. Después de discutir con quien hayamos compartido la película o con la crítica que la reseñe, vale la pena detenerse en lo que la película tiene para contar y mostrar, y con qué recursos propios del lenguaje cinematográfico lo hace. A los fines de esta reflexión, no importa tanto para quién está dirigida, sino ese profundo mundo infantil en el que nos introduce de prepo, a fuerza de lágrimas, gritos y de la mano de los monstruos.
Llevar al cine de imagen real (y no de animación) el clásico de Sendak fue, sin duda, una apuesta arriesgada y audaz por parte de guionistas, director y actores. Entre todos crean un territorio extraño e interesante, poco frecuente en el cine con niños y para niños, y demuestran que otro cine infantil es posible. Sin duda, el debate acerca de si un filme es o no para niños se genera una y otra vez con películas provocativas y de un imposible encasillamiento como ésta. Si bien no hay una respuesta unívoca, al menos me animo a afirmar que el espectador de Donde viven los monstruos se encuentra ante una visión inteligente, profunda y respetuosa de la infancia.

La aventura de viajar
Pero adentrémonos en la primera parte de la película, que transcurre en el hogar. Max, el protagonista, es un niño de unos 9 años. Un niño con celos porque su hermana adolescente no le presta atención y se vuelca a los amigos y amigas. Un niño con una madre trabajadora –y, naturalmente, poco presente en la casa- y sin padre. Un niño furioso quizás porque no acepta que las cosas sean como se le presentan. O porque crecer y darse cuenta de ello es doloroso.
Un niño, además, con una vasta imaginación y capacidad de narrar historias, inventar mundos. Pero, ante todo, un niño furioso...
Si la vida no es fácil para un adulto mucho menos puede serlo para un chico que no termina de entender el mundo que lo rodea. Esto parece desprenderse de un momento de tensión del filme en el que, arruinando la velada de su madre con un pretendiente, Max hace un escándalo a la hora de irse a dormir, y metido dentro de un disfraz de lobo (tal como en el ya clásico libro de Sendak), se sube a la mesa, exige comida y termina mordiendo a su mamá cuando intenta reprenderlo por su comportamiento desmedido y descontrolado. En ese momento de cólera irrefrenable y escapando del reto materno, Max huye de la casa. Sale corriendo bajo la nevada nocturna por las calles del barrio perdiéndose en un pequeño bosque cercano que le da refugio y le abre las puertas a otra dimensión.
En ese momento, en ese bosque real y fantástico a la vez, empieza lo mejor del filme y una aventura intensa y transformadora de este niño. La película da vuelta la página, abandona la superficie ordenada y racional del relato (familia monoparental, conflictos familiares e infantiles) y se hunde en los brazos de lo fantástico evitando tocar lugares comunes e invita a navegar por la imaginación infantil como si el director fuera un niño o una niña. Allí todo tiene una no-lógica, gana el sinsentido. Sin embargo, como en la estructura psíquica del sueño o de la metáfora, encontramos cierto diálogo narrativo, idas y venidas entre los elementos de aquella historia doméstica inicial, “real”, ordenada y ese mundo interior infantil donde la furia se hace grito, gruta, tormenta.
Desde aquel bosque, Max emprende un viaje por los mares del mundo en un velero artesanal y precario. Se ve envuelto en una tormenta arrolladora que lo lleva hasta una costa donde nada de lo que sucederá será predecible ni deseable ni tendrá un final feliz... ni trágico. 
La travesía nos remonta a las mejores historias de viajes extraordinarios, que describen mundos desconocidos o ajenos al mundo de los adultos, tales como El Quijote de la Mancha, Los Viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, El Principito, Sandokan o Alicia en el país de las maravillas. Así, esta película, como aquellas otras historias de una literatura que no podemos calificar de “infantil” pero que fascina a niños y niñas (a veces a pesar de los adultos y de sus intentos de adaptaciones pedagógicas) nos abre una ventana, nos invita a espiar por un mundo externo a los adultos.

La celebración de la fantasía
A esta altura de la película, si el espectador bajó sus defensas adultas que no hacen más que buscar el sentido a cada parte del relato y dejó que haga su aparición su imaginación infantil, entonces ya no importa entender si lo que está pasando sucede en la mente del protagonista, si es un sueño o si es real. Mejor relajarse y dejarse llevar por el relato.
El nuevo mundo adonde llega Max con su velero a la deriva es un lugar dominado por lo salvaje. Eso que “está pasando” ante nuestros ojos es una tierra de monstruos que funciona en la historia como una amenaza y a la vez como una salida de las angustias del protagonista.
Los monstruos son centrales en la obra, tal como lo eran en el libro original. La calidad actoral, de las voces de los monstruos, del vestuario y de los escenarios funciona como correlato del libro, donde las ilustraciones son protagónicas, y condensan un poder visual y narrativo fabuloso.
Técnicamente la película presenta una combinación entre voces de actores, artistas intérpretes en los disfraces e imágenes generadas por computadora, muñecos y escenarios extremos (desiertos, tormentas, bosques, incendios). El director, Spike Jonze, propone una estética de cámara en mano, brusca, que oscila entre lo rabioso y lo contemplativo, a través de la representación de conflictos y sucesos de gran dinamismo en el marco de una luz melancólica de las primeras horas del amanecer o del atardecer.
El correlato entre película y libro no solo es estético, sino que ambos se sumergen en los confusos y caóticos territorios de los miedos, el deseo, la libertad, la dominación, lo oscuro, lo onírico, lo prohibido. Se ha dicho de Sendak que no es un autor fácil y que no siempre fue aceptado por el público adulto pero sí por los niños. Quizás porque se animó a hablar de aquel lugar donde se esconde lo salvaje de nosotros mismos y dar una visión de la infancia poco romántica.
A partir del viaje de Max a la tierra salvaje, se suspende aquel efecto de realismo que produce la primer parte de la película donde las escenas transcurren en el hogar. Podemos decir, retomando algunos conceptos de la escritora Graciela Montes, que la película (y el libro ya lo hacía) se aleja de aquel realismo que echó raíces y que sobrevive hasta nuestros días, padre de los cuentos de “niños normales”, colocados en situaciones cotidianas, semejantes en todo lo visible a las del lector –cuentos disfrazados por lo tanto de realistas-. Como afirma Montes, en estos cuentos fabricados por la modernidad disciplinadora y pedagogizante -gracias a la cual lo que iba dirigido a los niños debía ser formativo, educativo, positivo y medido- la realidad era despojada de un plumazo de todo lo denso, matizado, tenso, dramático, contradictorio, absurdo, doloroso: de todo lo que podía hacer brotar dudas y cuestionamientos[1]. Se suspende, decíamos –o mejor dicho, no llega a aparecer en la película- el componente “pedagógico” tal como lo piensa la autora. No hay mensaje para los niños, no hay –al menos no de manera intencional- valores a transmitir ni historia moralizante. El filme se aleja de propósitos aleccionadores y de aquel “corral de la infancia” del que habla Graciela Montes construido durante la época de oro de los pedagogos. Época que condenó a los ogros, las hadas y las brujas de los cuentos tradicionales; y la crueldad, ambivalencia e incertidumbre de la literatura infantil. Los expulsaron por inmorales, crueles, mentirosos y excesivamente fantasiosos. La fantasía era peligrosa.
La película de Jonze, en cambio, celebra la fantasía, reinvita a los monstruos y toda la ambigüedad y ambivalencia tanto de ellos como de la niñez, sondea en las profundidades de la compleja imaginación infantil, se anima a escarbar en los miedos y deseos de los niños y las niñas. Y no construye más mensaje que aquel de las mejores historias de todos los tiempos: que vale la pena salir a explorar el mundo y en ese viaje encontrarse con nuestras oscuridades y luminosidades, y aprender de la experiencia que todo viaje significa.
Podemos ensayar la hipótesis ya probada de que los monstruos de este filme, así como las hadas, los ogros y otros personajes clásicos, funcionan como proyecciones de los miedos y esperanzas del protagonista –y de los niños-. El libro original ya abordaba algo tan profundo que no resulta extraño que muchos críticos literarios se hayan detenido a analizar su contenido desde una perspectiva freudiana. En este sentido Bruno Bettelheim, desde la perspectiva teórica del psicoanálisis, afirmaba en un libro ya clásico[2], que los cuentos de hadas –y con él decimos de monstruos- dan pie a que las angustias indeterminadas de los niños se concreten y se tornen, al propio tiempo, más dominables. Quizás no podamos coincidir de manera absoluta con otra afirmación del autor, que sostiene que estas historias ofrecen soluciones a los miedos y zozobras. Pero sí podremos coincidir en la pertinencia de incluir en las películas, cuentos y otras obras artísticas las representaciones de nuestros monstruos interiores.
“Fuera de la vigilancia todo niño habita, desde siempre, una zona propia” [3], dicen Alvarado y Guido. Y no hay zona más alejada de la vigilancia adulta que la fantasía o, podría decirse, el inconciente. Esos miedos que acechan y esa necesidad de amor, de comprensión, de contención por parte de las personas amadas están encarnados en cada monstruo. Cada uno de los monstruos tiene algo de Max, algo de su mamá, algo de su hermana. Particularmente, uno de los monstruos funciona casi como el alter ego de Max – con sus inseguridades, su deseo de liderazgo, su necesidad de ser amado-. Por momentos es mejor que él y le devuelve también un espejo deseable de sí mismo. Max al principio les teme a los monstruos (¿a sus monstruos interiores? ¿O a los que encuentra en ese mundo salvaje? ¿o se trata de lo mismo?) pero a su vez se reconoce en ellos, los ama y se aferra a ellos en tanto es feliz con ese desborde de sentimientos que expresan, tanto en la alegría como en la bronca y la tristeza. Adora las ganas de jugar y de fundar comunidad que tienen los monstruos, sus prácticas colectivas y sus rituales de construcción y de destrucción de su mundo. 
La historia avanza sobre un Max que se vuelve Rey de esa tierra donde viven los monstruos y que tras dominar un tiempo sin éxito sostenible decide dejarlos y volver al hogar. No hay explicación sobre ello, tal como en el libro. El relato no produce una moraleja aleccionadora. Simplemente el protagonista vuelve a su barca precaria y, ya sin tormentas, vuelve a los brazos de su madre, que lo espera sin sobresaltos, sin reproches. Y tras un viaje, nunca se vuelve de la misma manera. Max, probablemente sea otro.

Buenas historias para niños y adultos
Esta película, en tanto experiencia estética que retoma lo mejor de los relatos infantiles de todos los tiempos, construye –en palabras de Maite Alvarado y Horacio Guido- “ese espacio inalcanzable, allí donde viven los niños [...] Se trata de ese lugar contradictorio en el que (se) pierde la razón: un agujero negro en constante desplazamiento, que no cesa de urdir triquiñuelas que le permiten escapar de las trampas que intentan capturarlo”[4].
Sobre la pregunta inicial de si es una película para niños o no vale la pena extenderme en un fragmento de estos autores: “Los cuentos de hadas nunca han sido literatura para niños. Eran narrados por adultos para el placer y edificación de jóvenes y viejos; hablaban del destino del hombre, de las pruebas y tribulaciones que había que afrontar, de sus miedos y esperanzas, de sus relaciones con el prójimo y con lo sobrenatural, y todo ello bajo una forma que a todos les permitía escuchar el cuento con delectación y al mismo tiempo reflexionar acerca de su profundo significado.
En contradicción con lo que se creyó como verdadero durante millares de años, a lo largo de estos dos últimos siglos y solamente en el mundo occidental, la idea de que esas historias son adecuadas sobre todo para niños y poco pueden aportar a los adultos se ha hecho preponderante. Cabe lamentar esta escisión entre los gustos literarios de los niños y los de sus padres, mediante la cual tiende a ensancharse la frontera que separa unas experiencias tan ricas de significación para los unos como para los otros”.
Donde viven los monstruos es como un cuento de hadas de esos que se escuchaban con atención, tanto por niños como por adultos y que producían experiencias de gran riqueza para ambos. Tomando las palabras de los autores, es una película infantil en el sentido de que nos transporta allí “donde viven los niños”, nos invita a transitar por el mundo de la niñez con todas sus complejidades y sombras. Una película que encarna la estética y la narratividad infantil.

Para meterse en el mundo de Maurice Sendak, autor del cuento e ilustraciones "Donde viven los monstruos", recomiendo en una primera instancia visitar el portal Educ.ar: http://www.educ.ar/recursos/ver?rec_id=106321


[1] Montes, Graciela (1990) “Realidad y fantasía o cómo se construye el corral de la infancia”, cap.1 en El corral de la infancia. Acerca de los chicos, los grandes y las palabras”, Buenos Aires, Libros del Quirquincho, p.13-16.
[2] Me refiero a Psicoanálisis de los cuentos de hadas, publicado en 1976.
[3] Alvarado, Maite y Guido, Horacio (comp.) (1993): Incluso los Niños. Apuntes para una estética de la infancia, Buenos Aires, La Marca Editora. “Prólogo”. P.5.
[4] Ibídem. P.6.

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