sábado, 23 de junio de 2012

América Latina: ¿populismo, demagogia y corrupción?


Transcribo un artículo de Norberto Chaves, argentino residente en España desde el 77. Profesor universitario, autor de varios libros sobre identidad corporativa, marketing, etc. Critica la mirada europea/española sobre los gobiernos populares en América Latina. Imperdible.

América Latina: populismo, demagogia y corrupción


En boca de la pequeña-burguesía, “populismo” y “demagogia” son palabras que suenan con una fuerza peyorativa proporcional al desprecio – abierto o encubierto – que esta clase siente por todo lo que huela a popular.

El pequeño-burgués se autoasigna el rango de modelo de todo lo social, arquetipo del ciudadano: aquel que devora cotidianamente las páginas políticas del periódico en busca de alimento para su pequeña cosmovisión. Y lo logra; pues esa sección está escrita para él: las clases populares leen la sección deportes y los clasificados laborales; y las clases altas, las de economía y sociedad.

Inmediatamente después de lavarse los dientes, el pequeño-burgués se somete voluntariamente al lavado de cerebro y sale a la calle con la satisfacción del deber cumplido – la responsabilidad cívica de informarse – y con la seguridad de pensar por sí mismo y estar en lo cierto; es un hombre libre y lúcido: nadie como él sabe cómo se ha de gobernar el país.

Todo ciudadano que se precie debe, por lo tanto, ser como él, vivir como él, pensar como él y, fundamentalmente, hablar como él. Todo lo demás es jerga. A esta clase rusoniana de oídas, churchillesca y obamiana, un liberalismo de entrecasa la enclaustra en su miopía etnocéntrica: las nociones de pluralidad o diversidad – últimamente tan en boga – no han ingresado en su léxico, ni ingresarán. Una intolerancia que se refleja en su desproporcionada fobia a toda retórica “vulgar”: “hortera” es su adjetivo favorito, el que la vacuna contra aquello que odia.

Para muestra basta un botón: la arrogante condescendencia, cuando no franco desprecio, que esta clase siente por el habla de los líderes populares latinoamericanos. En el discurso de estos políticos sólo ve atraso, arcaicos milenarismos, oscurantismo religioso, chabacanería… Para que un político le resulte aceptable debe ser moderno, avanzado, elegante y moderado: todo un caballero liberal. Debe ser correcto: políticamente correcto, gramaticalmente correcto, retóricamente correcto. Un político como dios manda no debe confundirse con el vulgo. Ni siquiera dirigirle la palabra. Debe hablar para el ciudadano ideal y como el ciudadano ideal. O sea, como el pequeño-burgués.

En el paradigma del populismo y la demagogia esta gente arroja toda manifestación de lo popular, o sea, de la alteridad. Se trata de una clase sociológicamente autista. Les horroriza verse tocados por un discurso ajeno que, por tal, les repugna. “Populismo” y “demagogia” son los fantasmas de una paranoia de clase devenida asco.

Y este asco clasista es una respuesta refleja cuasi-fisiológica: no atiende razones, es un a priori, un pre-juicio. Ello explica que el cúmulo de medidas progresistas de aquellos gobiernos quede oculto a sus ojos. Un mecanismo pre-consciente de negación les impide ver algo tan notorio e internacionalmente reconocido como el progreso latinoamericano. Un progreso que se va forjando no por antojo demagógico de los gobernantes sino como expresión de fuerzas sociales concretas, que nada casualmente han logrado confluir y acceder simultáneamente a los gobiernos de la mayoría de los países latinoamericanos.

Pero, en una matriz ideológica tan esclerosada, la negación – especie de ilusión óptica inversa – es infalible: los mismos beneficios sociales que en Europa esta gente denomina “Estado de Bienestar” (hoy en estrepitoso derrumbe), en América Latina los considera “pura demagogia populista”. Y se quedan tan anchos: no detectan su propia contradicción; no pueden verla: ceguera. O, freudianamente, “error por encubrimiento”.

De allí ese desplazamiento desde el contenido hacia la forma, y la fijación obsesiva en esta última. La opinión política de la pequeña-burguesía se emparenta con el chismorreo de las revistas del corazón: “¡Fíjate cómo se viste! ¡Fíjate la mujer que tiene! ¡Fíjate lo que ha dicho!” En síntesis: “¡Por qué no se calla!”

Si bien el primer puesto en la paranoia retórica pequeño-burguesa lo ocupa Hugo Chávez, esa repulsa barre toda América Latina, llegando a Cristina, que no es militar ni indígena. Precisamente porque América Latina, por primera vez en doscientos años, confluye en un proyecto de autonomía y justicia social. En el fondo, la crítica formal al discurso político apenas oculta un odio sordo y no reconocido a todo avance social que acorte la distancia que los separa de los sectores más “bajos” de la sociedad. De los cuales gran parte de ellos provienen, y a los cuales les horroriza volver. El discurso populista y demagógico les trae malos recuerdos.
  
En el ala derecha de esta clase, aquel asco se disuelve en el asco genérico, universal, del capitalismo: su abierta vocación antisocial. La derecha antilatinoamericana es, en ese sentido, coherente con sus principios. Y, en España, tiene un portavoz: El País, periódico “independiente”, que en racismo ha superado al ABC.

Pero es en el ala izquierda de la pequeña-burguesía donde el asco reviste características más patéticas. Su supuesto progresismo – descaradamente superestructural – no puede cuestionar frontalmente las medidas sociales “populistas”: debe encontrar una coartada. Y esa coartada se la brinda su moralina doméstica, que sataniza la fatídica venalidad de todo demagogo. Una venalidad que da por supuesta, tenga o no pruebas de ella. Se trata de una venalidad necesaria. Cada desfalco oficial la llena de felicidad, pues alimenta su fobia y dota de argumentos “objetivos” a su odio.

Dado que cuestionar de frente aquellas medidas resultaría vergonzante, esta gente las deslegitima parabólicamente: “son tapaderas de desfalcos”. De allí que les convenga ver, y vean, más corrupción en los gobiernos progresistas que en los reaccionarios. El espectacular escenario de corrupción que enloda hoy al “primer mundo” jamás será para ellos tan deleznable como el que ven en América Latina a través de las blasfemias de la prensa neoliberal.

Por efecto de la perseverancia en aquel lavado de cerebro, América Latina resulta ser la región de la droga, la violencia, la inseguridad, las dictaduras, el atraso y la corrupción: la paja en el ojo ajeno. Una paja que, en España, ayuda a olvidar cuarenta años de barbarie consentida, atraso cultural y analfabetismo, apenas superados por treinta y cinco años de hipócrita democracia neoliberal.

Puestos a desentrañar los contenidos abiertamente reaccionarios de las tácticas del poder global (la construcción de la UE, la OTAN, el ALCA, el “progresismo de Obama”) esta gente es crispantemente lenta… si acaso llegan a enterarse. En cambio, para “detectar” los orígenes perversos de las políticas populares son de una velocidad y una sagacidad deslumbrantes. Antes de informarse ya saben que aquello es una trampa: a ellos no se los puede engañar.

Como refuerzo de la maquinaria ideológica opositora a las políticas “populistas”, esa izquierda suma su exigencia de una abstracta pureza ideológica. Más perversa aún que el ala derecha, en nombre de un trasnochado socialismo, prefiere la postergación sine die de toda mejora de las condiciones de vida de los sectores populares, a que estas mejoras nazcan en un contexto político ajeno a su recalcitrante demoliberalismo. En realidad, carecen de ideales sociales. De allí que apelen al argumento de la corrupción para desacreditar a todo aquél que los tenga. Son fachas de izquierdas. La corrupción y la heterodoxia ideológica les ofende más que la explotación. No les indigna la miseria, la injusticia, la dependencia ni el autoritarismo del capital internacional. Proponen para los pobres un “hambre digna”. Son de lo peor.

Norberto Chaves

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