lunes, 23 de junio de 2014

La imposible tarea de incluir y educar. Entrevista a Darío Sztajnszrajber

Entrevista a

Hace poco le hice esta entrevista al filósofo más conocido de nuestro país. Más conocido entre personas comunes y corrientes. Nos encontramos en un bar y luego fuimos a la productora, por Palermo. Me regaló una hora y me dio total libertad para la edición. Hasta me dejó sacarle esta foto con una camarita muy modesta.

La nota está publicada en la revista de la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas del Ministerio de Educación de la Nación, de mayo de 2014.

La problematización y deconstrucción de algunas categorías con las que vamos sosteniendo, argumentando e impulsando las políticas socioeducativas nos devuelven la potencia reflexiva y a menudo transformadora de la filosofía. En la charla el filósofo condujo a un planteo provocador en torno a la igualdad, la inclusión y su relación con la exclusión y las políticas públicas, y a los límites y dilemas de la educación. La filosofía puede ayudar a desmontar algunos fundamentos que estructuran gran parte de las políticas más interesantes de los últimos años, como la inclusión, la igualdad y la participación.

¿Por qué la filosofía ayuda a pensar políticas públicas y políticas educativas en particular?

En realidad no sirve o, dicho más exactamente, no ayuda en coyunturas específicas, en concreto, en políticas públicas. El viaje de la filosofía es al revés: es un planteo por los fundamentos tratando de marcar todas esas tensiones y contradicciones que uno deja de lado porque a la hora de accionar esas tensiones pueden interrumpir o impotentizar la capacidad que tiene una acción pública de ejecutarse.

Por ejemplo, el tema de la inclusión es uno de los conceptos más trabajados por la filosofía. Implica la posibilidad de incluir en una misma matriz una diversidad cada vez más exacerbada. La pregunta es de qué manera ante un campo de mucha diversidad se pueden alcanzar dos o tres puntos en común para, desde ahí, pensar una política de inclusión. Esto no solo no es simple sino que a veces la filosofía te lleva a pensar que es una empresa imposible.

¿Esta imposibilidad llevaría a una clausura, a una renuncia escéptica del objetivo de incluir a quienes han estado excluidos de sus derechos?

No; se trata de lo contrario. Derrida dice que la filosofía es la experiencia de lo imposible. Poner esa imposibilidad en la superficie tiene que ser útil para pensar las políticas con todas las contradicciones que van a estar presentes en la gestión.

Tenemos dos imposibilidades entonces: la de la inclusión y la de la educación.

Una de las tensiones estructurantes de toda institución educativa es que uno sabe que al educar se produce un proceso de “normalización” que, de algún modo, disuelve la autonomía y el espíritu crítico que se quiere, al mismo tiempo, fomentar.  Esa es una de las tensiones con las que tiene que verse la filosofía de la educación. Y con la inclusión como política pasa lo mismo. Siempre que se tiende a una política de inclusión se toma un parámetro como general, universal, que en su propia estructura supone la negación de aquellos que no ingresan en ese canon. Nunca una inclusión puede ser completa: o bien al incluir se genera una pérdida de singularidad de aquellos que para estar incluidos tienen que dejar de lado algo que no encaja, algo que molesta, o bien si es muy fuerte esa parte que no encaja, ese otro queda completamente afuera. Esto en filosofía se lo conoce como la imposibilidad de un acceso directo a la otredad. Porque cuando uno intenta acceder al otro necesita traducir a ese otro a las propias categorías. Y en esa traducción, que es un abordaje hacia el otro, un modo de comprender al otro, el otro es des-otrado.

¿Qué es des-otrar al otro exactamente?

Al ser dos identidades muy diferentes el diálogo es posible en la medida en que se hable un mismo idioma que siempre lo impone uno de los dos. En la traducción alguien deja de hablar su idioma, pierde algo de su singularidad. Por lo tanto, el encuentro con el otro no es un encuentro con otro, es un encuentro con un otro transformado a lo que yo puedo conectar de su otredad. El caso contrario se da cuando el otro es demasiado otro y el acceso es imposible. Al no tener manera de traducirlo, al no existir un puente de encuentro, levanto una muralla y lo dejo afuera. Estos son los dos extremos.

Sucede entonces que los alumnos tienen que dejar de lado muchas de sus particularidades para comulgar en un proyecto común. Pero lo común supone aunar en aquello en lo que se puede aunar y las políticas que tienden a lo común, a la inclusión, suelen ser bastante rígidas con lo que no cuaja. A esto no se lo visualiza como un espacio a trabajar sino como lo que el otro debe dejar de lado para poder entrar en esa zona común. Aquello que se mancomuna es lo que uno supone, incluso axiológicamente, como lo positivo. Y la diferencia que se le exige al otro dejar de lado se presupone como lo negativo.

Entonces podemos decir  que, necesariamente, siempre que haya encuentro, que haya un hecho educativo, habrá una renuncia. ¿Qué implica esta renuncia por parte de quienes son “traducidos”?

Esa renuncia, esa pérdida, está latente, reprimida, y ni bien puede sale a la luz.  De ahí los conflictos que se dan en la escuela o en cualquier otra institución. Por eso, cualquier política educativa debe ser consciente de esa tensión y de esta dualidad para que, quienes la lleven adelante estén preparados para responder cuando salte el conflicto.

Sería deseable que irrumpa el conflicto, entonces.

Es que si no saltan las tensiones hay un derrotado. Esto significa que alguno de los participantes del hecho educativo se ha des-otrado.

Si profundizamos acerca de los ámbitos de tensión que producen las políticas socioeducativas nos acercamos a los conflictos que se dan dentro de la escuela, no solo en la relación pedagógica
(docente-alumno) sino también entre la escuela con sus contenidos curriculares tradicionales y distintas acciones socioeducativas, que no siempre -o no tan evidentemente- están relacionadas con la currícula.

Yo agregaría un tercer espacio problemático profundo: cuando por fuera de la currícula se propone un tipo de actividad que podría incluirse en los contenidos curriculares pero que por fuera funciona y por adentro no, como puede pasar entre la clase de música y la participación de los jóvenes en las orquestas o los coros.

Esto tiene que ver con la pregunta de hasta qué punto la escuela como institución es hoy, más que inclusiva, convocante para lo que un joven puede entender como realización personal. Es una afirmación fuerte porque si no hay escuela… ¿qué hay? La sociedad moderna está estructurada sobre algunos pilares institucionales que, afortunadamente, va teniendo estallidos fuertes. Algunas instituciones intentan recuperar las potencialidades que tiene el ciudadano de hoy y están empezando a mostrar cierta apertura. No solo en la escuela sino también en la familia se producen tensiones. Explotan por todos lados porque la estructura se puede volver más una imposición contra la que las personas van desarrollando su vida. Es entonces cuando surgen nuevas familias y nuevas formas educativas.

Yo celebro las políticas que, al interior de la gestión educativa, ponen en evidencia estas tensiones y llevan adelante iniciativas que se abren a nuevas perspectivas que, sin destruir la institución, la transforman y reinventan de un modo radical. 

¿No se juegan en estas dificultades las representaciones que tienen los jóvenes de la escuela?

La representación simbólica que hay de la escuela como un lugar donde no es posible conectar con el placer es tal vez lo más difícil de desestructurar y si se lograra esta desestructuración quizás llevaría a la desaparición de la escuela en términos simbólicos. Si los chicos llegaran a sentir que pueden vivenciar su práctica cotidiana desde el placer en la escuela, eso ya no sería una escuela. Porque la escuela es vista como un lugar de “normalización” y de guardería donde los sujetos son arrojados, un espacio cerrado en el que son depositados. Hay un aislamiento de la escuela respecto del resto de la sociedad.

La gestión de Educación actual muestra una voluntad de repensar la institución pero hay un punto en el  que es necesaria una toma de decisión en torno a la reinvención de los esquemas tradicionales, que si no se da  vamos a quedar siempre en medio de  esta tensión. Hay que pelear contra ese imaginario de los chicos y las familias, pero… ¿cómo peleamos contra ese imaginario si seguimos manteniendo una estructura basada en sanciones, presentismo, materias, evaluaciones y toda una serie de categorías que hacen al diseño escolar, que es contra lo que los chicos están? Entonces no alcanza con una voluntad filosófica que permita reflexionar sobre estas tensiones, sino que hace falta generar una transformación de fondo. Claro que esto puede chocar contra la mitad de un país que sigue sosteniendo un modelo educativo a la vieja usanza, que prioriza ciertos cánones de calidad pensados como intocables, y un cambio profundo en este sentido sería visualizado, inclusive por parte de muchos docentes, como un retroceso. Pero si se quiere hacer un cambio de fondo hay que tocar esquemas muy conservadores de cómo pensar la educación. Y esto nos lleva a discutir política. Toda política educativa primero es política y después “educativa”. 

¿Cómo pensar en conjunto, y no de modo dicotómico, la relación entre calidad e inclusión que nos interpela a los educadores?

Pensar a la escuela en una dicotomía, como si la escuela tuviera que elegir entre dedicarse a una política socioeducativa o priorizar la calidad y la eficiencia de acuerdo a los parámetros consensuados, es una falsa dicotomía que es puesta en juego y sirve a aquellos a los que les es útil y tienen intereses en alguno de los dos extremos.

Si la educación no apunta a una profundización de la calidad hay algo que le falta. Pero si se entiende la escuela solo desde la formación cualitativa y no como un fenómeno social y político, le falta también otra cosa. Cuando se toca ese tema se ponen en zozobra los modos en los que se viene pensando la educación en la historia argentina, porque el modelo educativo que se ha pensado históricamente es el de la calidad.

Hay un eje destacado de las políticas socioeducativas centrado en la participación juvenil. ¿Cómo se conjuga este deseo de transformación con las posibilidades actuales?

Existe una tensión entre, por un lado, una utopía a la que nos dirigimos y, por otro, una negociación día a día con una realidad que vuelve a esa utopía imposible en un cien por cien.  Venimos de décadas en las que la escuela era vista como un espacio que no debía contaminarse de la política.

Pienso que lo que podemos llamar la politización de la escuela siempre es positivo. Todos nos relacionamos con los otros en tanto personas y ciudadanos. Somos sujetos de derechos y en las relaciones con los otros la relación política es central. Lo político no tiene que ver con una acción que se realiza cada tanto, como el acto de votar, sino que se hace política todo el tiempo. En el momento en el que se plantea la organización de los parlamentos juveniles o de los centros de estudiantes, y se propone que los jóvenes intervengan activamente en la política educativa, se abre la puerta y se intenta que estas acciones se desarrollen a fondo. Pero el lugar que se les da a los chicos en la toma de decisiones conlleva un riesgo: transformar tanto la institución educativa hasta que se pierda. Por ejemplo, si los centros de estudiantes propusieran terminar con la evaluación o quisieran evaluar a sus docentes.

En el caso de que se llegue a estos extremos habrá que decidir qué hacer en cada caso. Cambiar todo de la noche a la mañana no me parece positivo. La lógica de las instituciones es una lógica de reinvención permanente. Hay una tendencia conservadora en torno a las instituciones pero, poco a poco, en estos últimos años, vamos visualizando una voluntad de cambio importante.

La institución es un conjunto de normas que tienen un propósito ordenatorio, como el lenguaje, la familia, la escuela. Los jóvenes son parte de la institución, son los destinatarios de todo el proceso normativo. Por eso se llega a la paradoja que atraviesa esta charla. Por un lado, se entiende a la escuela como una manera de tratar de normalizar, ordenar, disciplinar a los alumnos para hacerlos parte del mundo en el que vivimos. Por otro lado, la escuela, al mismo tiempo, trabaja con los estudiantes para fortalecer su autonomía y capacidad crítica, que los llevará a cuestionar esas normas que los están formando. Todo el dilema de la educación está ahí: formar sujetos autónomos que desde su autonomía cuestionan las reglas que los están formando.

¿Cómo se transita -si es que no se sale- de ese círculo vicioso, de esta paradoja de la educación?

No se sale del dilema. Al contrario, quizás una manera de pensar las políticas educativas es potenciando esas tensiones y estar abiertos a lo inesperado, a nuevas formas de hacer la escuela.


Es filósofo, ensayista, docente (UBA, FLACSO) y conductor de los programas de televisión Mentira la verdad y El amor al cine (Canal Encuentro), El innombrable (Radio Madre) y columnista en distintos medios de comunicación. Desarrolla una importante labor en la divulgación de la filosofía. Es el autor del reciente libro ¿Para qué sirve la filosofía? e integra la obra “Desencajados: filosofía + música”.

¡¡Gracias por la entrevista!!

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