Transcribo un artículo de Norberto Chaves, argentino residente en España desde el 77. Profesor universitario, autor de varios libros sobre identidad corporativa, marketing, etc. Critica la mirada europea/española sobre los gobiernos populares en América Latina. Imperdible.
América Latina: populismo, demagogia y corrupción
En boca de la
pequeña-burguesía, “populismo” y “demagogia” son palabras que suenan con una
fuerza peyorativa proporcional al desprecio – abierto o encubierto – que esta
clase siente por todo lo que huela a popular.
El pequeño-burgués se
autoasigna el rango de modelo de todo lo social, arquetipo del ciudadano: aquel
que devora cotidianamente las páginas políticas del periódico en busca de
alimento para su pequeña cosmovisión. Y lo logra; pues esa sección está escrita
para él: las clases populares leen la sección deportes y los clasificados
laborales; y las clases altas, las de economía y sociedad.
Inmediatamente después de
lavarse los dientes, el pequeño-burgués se somete voluntariamente al lavado de
cerebro y sale a la calle con la satisfacción del deber cumplido – la
responsabilidad cívica de informarse – y con la seguridad de pensar por sí
mismo y estar en lo cierto; es un hombre libre y lúcido: nadie como él sabe
cómo se ha de gobernar el país.
Todo ciudadano que se
precie debe, por lo tanto, ser como él, vivir como él, pensar como él y,
fundamentalmente, hablar como él. Todo lo demás es jerga. A esta clase
rusoniana de oídas, churchillesca y obamiana, un liberalismo de entrecasa la
enclaustra en su miopía etnocéntrica: las nociones de pluralidad o diversidad –
últimamente tan en boga – no han ingresado en su léxico, ni ingresarán. Una
intolerancia que se refleja en su desproporcionada fobia a toda retórica
“vulgar”: “hortera” es su adjetivo favorito, el que la vacuna contra aquello
que odia.
Para muestra basta un
botón: la arrogante condescendencia, cuando no franco desprecio, que esta clase
siente por el habla de los líderes populares latinoamericanos. En el discurso
de estos políticos sólo ve atraso, arcaicos milenarismos, oscurantismo
religioso, chabacanería… Para que un político le resulte aceptable debe ser
moderno, avanzado, elegante y moderado: todo un caballero liberal. Debe ser
correcto: políticamente correcto, gramaticalmente correcto, retóricamente
correcto. Un político como dios manda no debe confundirse con el vulgo. Ni
siquiera dirigirle la palabra. Debe hablar para el ciudadano ideal y como el
ciudadano ideal. O sea, como el pequeño-burgués.
En el paradigma del
populismo y la demagogia esta gente arroja toda manifestación de lo popular, o
sea, de la alteridad. Se trata de una clase sociológicamente autista. Les
horroriza verse tocados por un discurso ajeno que, por tal, les repugna.
“Populismo” y “demagogia” son los fantasmas de una paranoia de clase devenida
asco.
Y este asco clasista es una
respuesta refleja cuasi-fisiológica: no atiende razones, es un a priori, un pre-juicio. Ello explica
que el cúmulo de medidas progresistas de aquellos gobiernos quede oculto a sus
ojos. Un mecanismo pre-consciente de negación les impide ver algo tan notorio e
internacionalmente reconocido como el progreso latinoamericano. Un progreso que
se va forjando no por antojo demagógico de los gobernantes sino como expresión
de fuerzas sociales concretas, que nada casualmente han logrado confluir y
acceder simultáneamente a los gobiernos de la mayoría de los países
latinoamericanos.
Pero, en una matriz
ideológica tan esclerosada, la negación – especie de ilusión óptica inversa –
es infalible: los mismos beneficios sociales que en Europa esta gente denomina
“Estado de Bienestar” (hoy en estrepitoso derrumbe), en América Latina los
considera “pura demagogia populista”. Y se quedan tan anchos: no detectan su
propia contradicción; no pueden verla: ceguera. O, freudianamente, “error por
encubrimiento”.
De allí ese desplazamiento
desde el contenido hacia la forma, y la fijación obsesiva en esta última. La
opinión política de la pequeña-burguesía se emparenta con el chismorreo de las
revistas del corazón: “¡Fíjate cómo se viste! ¡Fíjate la mujer que tiene!
¡Fíjate lo que ha dicho!” En síntesis: “¡Por qué no se calla!”
Si bien el primer puesto en
la paranoia retórica pequeño-burguesa lo ocupa Hugo Chávez, esa repulsa barre
toda América Latina, llegando a Cristina, que no es militar ni indígena.
Precisamente porque América Latina, por primera vez en doscientos años,
confluye en un proyecto de autonomía y justicia social. En el fondo, la crítica
formal al discurso político apenas oculta un odio sordo y no reconocido a todo avance
social que acorte la distancia que los separa de los sectores más “bajos” de la
sociedad. De los cuales gran parte de ellos provienen, y a los cuales les
horroriza volver. El discurso populista y demagógico les trae malos recuerdos.
En el ala derecha de esta
clase, aquel asco se disuelve en el asco genérico, universal, del capitalismo:
su abierta vocación antisocial. La derecha antilatinoamericana es, en ese
sentido, coherente con sus principios. Y, en España, tiene un portavoz: El
País, periódico “independiente”, que en racismo ha superado al ABC.
Pero es en el ala izquierda
de la pequeña-burguesía donde el asco reviste características más patéticas. Su
supuesto progresismo – descaradamente superestructural – no puede cuestionar
frontalmente las medidas sociales “populistas”: debe encontrar una coartada. Y
esa coartada se la brinda su moralina doméstica, que sataniza la fatídica
venalidad de todo demagogo. Una venalidad que da por supuesta, tenga o no
pruebas de ella. Se trata de una venalidad necesaria. Cada desfalco oficial la
llena de felicidad, pues alimenta su fobia y dota de argumentos “objetivos” a
su odio.
Dado que cuestionar de
frente aquellas medidas resultaría vergonzante, esta gente las deslegitima
parabólicamente: “son tapaderas de desfalcos”. De allí que les convenga ver, y
vean, más corrupción en los gobiernos progresistas que en los reaccionarios. El
espectacular escenario de corrupción que enloda hoy al “primer mundo” jamás
será para ellos tan deleznable como el que ven en América Latina a través de
las blasfemias de la prensa neoliberal.
Por efecto de la
perseverancia en aquel lavado de cerebro, América Latina resulta ser la región
de la droga, la violencia, la inseguridad, las dictaduras, el atraso y la
corrupción: la paja en el ojo ajeno. Una paja que, en España, ayuda a olvidar
cuarenta años de barbarie consentida, atraso cultural y analfabetismo, apenas
superados por treinta y cinco años de hipócrita democracia neoliberal.
Puestos a desentrañar los
contenidos abiertamente reaccionarios de las tácticas del poder global (la
construcción de la UE, la OTAN, el ALCA, el “progresismo de Obama”) esta gente
es crispantemente lenta… si acaso llegan a enterarse. En cambio, para
“detectar” los orígenes perversos de las políticas populares son de una
velocidad y una sagacidad deslumbrantes. Antes de informarse ya saben que
aquello es una trampa: a ellos no se los puede engañar.
Como refuerzo de la
maquinaria ideológica opositora a las políticas “populistas”, esa izquierda
suma su exigencia de una abstracta pureza ideológica. Más perversa aún que el
ala derecha, en nombre de un trasnochado socialismo, prefiere la postergación sine die de toda mejora de las
condiciones de vida de los sectores populares, a que estas mejoras nazcan en un
contexto político ajeno a su recalcitrante demoliberalismo. En realidad,
carecen de ideales sociales. De allí que apelen al argumento de la corrupción
para desacreditar a todo aquél que los tenga. Son fachas de izquierdas. La
corrupción y la heterodoxia ideológica les ofende más que la explotación. No
les indigna la miseria, la injusticia, la dependencia ni el autoritarismo del
capital internacional. Proponen para los pobres un “hambre digna”. Son de lo
peor.
Norberto Chaves
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